
Una de las grandes sorpresas que me estoy encontrando en Nicaragua es la infancia. La madurez de los niños y niñas me deja descolocado, con una sensación extraña y contradictoria. ¿Es positivo o negativo que los niños sean tan conscientes de las dificultades, privaciones y culpables de la situación de pobreza que viven? ¿No debería ser la infancia una época donde vivir sin pensar en el mañana?
Y es que esta conciencia política no es nada nuevo en Nicaragua.
Luis Alfonso Velásques era un niño de 9 años que, al darse cuenta de las injusticias que se cometían en la dictadura de Somoza, comenzó a luchar junto a otros niños tomando escuelas e iglesias y siendo un líder que al grito de “¡Patria libre o morir!” arengaba a otros niños para la lucha.
En aquella época en Nicaragua ser joven suponía un condena a muerte y, el ser un “chavalo” parece que también, por ello la Guardia Nacional -el ejército personal y represor del dictador- liquidó al niño líder de dos disparos al salir de una reunión clandestina, posteriormente le arrollaron su pequeño cuerpo con un jeep. Luis Alfonso se convirtió en el niño martir de la revolución.
En Totogalpa los jóvenes voluntarios teníamos un encuentro con alcaldes de la zona para tratar los problemas del departamento de Madriz. Mientras los esperábamos salí a tomar el fresco y me senté en un banco donde estaba un niño con una pesada mochila. Comencé a charlar con él, preguntándole de donde era y si iba o no a la escuela. Me contestó que vivía muy lejos, a tres horas del colegio.De manera cómplice le dije que yo venía de mucho más lejos: Nada más y nada menos que de España.
-Pero hay una diferencia entre los dos – me replicó – tú vienes desde España en avión pero yo las tres horas hasta la escuela las tengo que hacer andando.
Los niños sólo deberían tener la obligación de ser felices y nosotros los adultos, como dijo William Carter, debemos tener todas las exigencias para dejarles dos legados: uno, raíces; y el otro, alas.